ENCUBRIDOR DE SECRETOS
Hoy como todos los días él regresaba a casa resignado, esperando encontrar lo que habitualmente presenciaba. Tenía una familia que para la sociedad podría considerarse normal e incluso agradable, muchos niños eran hijos de padres divorciados, algo muy común en estos días, sin embargo, sus padres permanecían juntos a pesar del tiempo, aun cuando ellos no deberían de estarlo.
Mientras abría la puerta una parte de él deseaba voltear y
perderse en las agitadas calles, ser ignorado por el ajetreado ritmo de la
ciudad parecía una mejor opción que regresar a casa. Sabía que eso no era
posible, actuar imprudentemente solo empeoraría las cosas. Así que, suspirando
entró a la residencia, un lugar que no podría considerar nunca como su cálido hogar.
— ¡Deberías dejar de ser inútil y hacer algo en esta casa!
—el primer grito lanzado por su padre retumbó en sus oídos. Al muchacho seguía
sorprendiéndole que todo el bullicio proveniente del domicilio no se escuchara
desde afuera, aquel vecindario realmente tenía suerte de no poder percibir los misterios
que recluían esas gruesas paredes.
— ¡Podrías callarte! ¡Tu hijo acaba de llegar! —Usar al infante
para detener las discusiones aparentaba ser la única solución que conocía la
mujer, ella también estaba fastidiada, no obstante, no sería capaz de parar en
su totalidad las llamas que se avivaban cada vez más en este pedazo de infierno.
— Hola, papá. Hola, mamá —una voz neutra y sin rastro de
emoción era la única que usaba en aquella estancia. Aparentaba ser fuerte, aparentaba
desinterés. Eran todas apariencias, apariencias que solo ocultaban lo rota y
destruida que estaba siendo su infancia.
Amor, ve a tu cuarto, por favor —una sonrisa en medio de
todo el ardor que emanaba el lugar, la sonrisa de su madre parecía apaciguar su
alma. Por esto, no dijo nada y acató la orden sin protestar.
Subió las escaleras apresuradamente. Llorar, parecía ser la
única salida, llorar y lamentarse por la vida que tenía. Derramar gruesas y
pesadas lágrimas mientras lo único que deseaba era fundirse en las suaves
sábanas que envolvían su cama.
Todo dolía, siempre lo hacía. Su simple existencia parecía
una tormenta en el punto más dañino, cada vez se hacía más intensa y su mente
se veía afectada por esta, aquella dolencia se intensificaba gradualmente con
el pasar de los días.
Y como cada noche elevaba una súplica hacia las estrellas,
una apacible e inocente oración a aquel que, según decía su madre, siempre
estaba dispuesto a socorrerlo, aunque el chico empezaba a cuestionar un poco la
veracidad de lo último.
—D-Dios, soy yo otra vez…—sorbió su nariz y con voz
temblorosa decidió proseguir—. Espero no molestarte, pero… mis padres otra vez
están peleando. Papá suele ser muy agresivo, pero te prometo que no es una mala
persona, solo… no tiene mucha paciencia —una leve risa ahogada resonó en la
habitación —, aun así… ¿Podrías hacer que paren? Duele mucho y yo ya no puedo soportarlo,
¿puedes hacer que esto deje de hacerme daño? —su pequeña mano se posó en su
pecho que subía y bajaba constantemente—. P-por favor… ¿Puedes oírme? —finalizó
tiernamente para seguir lamentándose, los sollozos en la habitación se hicieron
progresivamente más débiles.
Transcurrieron algunos minutos y una vez más había detenido
su lagrimear, su cuerpo seguía sintiéndose cansado, llorar siempre le restaba
energía de la poca que de por sí ya tenía.
El silencio en la residencia era tranquilizante, no
obstante, eso no formaba parte de sus días. Finalmente cayó en cuenta, silencio
absoluto, un silencio espeluznante y a su vez restaurador. Su cuerpo tembló y
en un salto ya se encontraba fuera de su habitación buscando a sus
progenitores.
— ¿Mamá?
— ¡Agus! ¡Estoy aquí! —escuchó una voz femenina decir muy
alegre en la otra habitación.
—¿Mamá? —repitió el
muchacho sintiéndose algo perdido y encontrando finalmente a su mamá sentada al
borde de la cama situada en su pieza.
— ¿Qué pasa, mi niño? —la voz de su madre emanaba cariño
absoluto, era agradable sentirlo.
—¿Dónde está papá? Él y tú estaban…
—Agus, tu papá no viene a recogerte hasta el fin de semana —expresó
con obviedad la mujer.
— ¿Qué? —completa confusión era lo que sentía, no entendía
absolutamente nada y no le agradaba.
— ¿Dónde tienes la cabeza en estos días, amor? —se acercó y
acarició las hebras de su pequeño hijo mientras dejaba un beso en la frente de
este—. Mi niño, ¿estuviste llorando?, ¿por qué tus ojos están enrojecidos? —sus
grandes orbes expresaban profunda preocupación y abrazándolo expresó—. No es
necesario que lo digas, pero quiero que sepas que puedo escucharte si así lo
deseas.
—M-mamá… —él aferró fuertemente sus brazos a la silueta de
la dama y restregó el rostro en su regazo mientras lloriqueaba y balbuceaba
palabras ininteligibles.
—Lo que te esté atormentando no lo hará más, querido. Estoy
aquí, siempre estaré aquí.
—Yo…
Un fuerte estruendo proveniente del salón causó que el crío
se levantara y abandonara el mundo de los sueños de un solo golpe. Gritos
desesperados, sonidos que por más que trataba de ignorar permanecían,
perturbando sus sentidos. En ese preciso instante descubrió que esa tormenta
sería parte de su rutina por un largo tiempo, el sufrimiento no parecía estar
dispuesto a abandonarlo. Sin embargo, en medio de sus pensamientos pudo
distinguir una voz angelical y etérea, indescriptible e inimaginable; pero era
real, él podía sentirlo.
“Puedo oírte, mi niño. Siempre lo he hecho y voy a sacarte de
allí muy pronto”.
El chiquillo se levantó de la cama esbozando una sonrisa, tocó
sus mejillas tratando de quitar los restos de las gotas que habían inundado sus
mejillas hace unos momentos. Los gritos seguían allí, las paredes permanecían
tapando los angustiantes secretos de aquella familia, pero aquel chico
permanecía con la misma expresión de alegría y tranquilidad en su rostro,
porque tenía la esperanza de que todo esto pronto llegaría a su fin.
Necesitaba ayuda, cada habitante de ese refugio necesitaba
ayuda y él se encargaría de demandarla.
Hablaría, contaría cada secreto que solapaban aquellos recios
muros, porque solo así dejaría de doler, solo así sus fantasmas dejarían de
atormentarlo, solo así todos serían felices, solo así él también podría ser
libre.
-Micaela Montalvo
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